Duelo sin palabras y sin consuelo que reitera esa estrecha conexión entre la vida y la muerte que toda madre conoce bien. Siempre hay un momento en el parto donde la madre, en el ápice de las contracciones, tiene la sensación de que si no se esfuerza para que su hijo salga de su cuerpo podría arriesgarse a ahogarlo. He escuchado esta historia varias veces en boca de mis pacientes: el último esfuerzo es el que, salvando al niño del riesgo de la asfixia, lo abre a la vida pero solo a condición de perderlo, sacándolo, en efecto, fuera, arrojándolo al mundo. Aquí también los confines entre la vida y la muerte se antojan muy estrechos. Es el mayor regalo de la maternidad: dejar que el niño que ha crecido en su vientre se separe, salga fuera, se convierta en vida propia. Lo sabía perfectamente María también: jovencísima madre que llevaba en su seno –como todas las madres– el hijo de Otro, un hijo que no es propiedad suya, cuyo destino debe ser el de morir en la cruz, o bien –en clave laica– perderse. Es algo que les ocurre a todas las madres: sacar fuera a sus hijos, dejar que se vayan, observar el secreto de esa nueva vida sin querer apoderarse de ella. El milagro de la natividad consiste, una y otra vez, en esto. Pero ¿cuántas veces puede nacer un hombre? ¿Cuántas veces puede caer para volver a levantarse? ¿Cuántas veces puede uno resurgir de sus propias cenizas? ¿Cuántas veces nos hemos sentido empujados, expulsados? Es precisamente por esta posibilidad continua de nacimiento por lo que Hannah Arendt –refutando a su maestro Martin Heidegger– afirmó que los seres humanos no están hechos para morir sino para nacer.