La respiración cavernaria

Ahora ella no tenía ni para quién morirse.

Cuando mi tía murió mi madre estuvo un año embalando sus cosas. No se puede dejar todo en manos de los demás.

Quería tanto morirse, desde hacía tantos años, y sin embargo nada parecía deteriorarse más que su cuerpo. Un deterioro que no la llevaba a ninguna parte.

A veces, la omisión la tranquilizaba,

mujer de la rotisería le dijo una vez que no era bueno angustiarse, que tenía que intentar ser más optimista.

Lola empezaba a temer lo peor: que la muerte requiriera un esfuerzo para el que ella ya no estaba preparada.

incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final.

Las paredes estaban descascaradas. Casi no había muebles, salvo la mesa, tres sillas desvencijadas y dos sillones cubiertos por sábanas trasparentes por el uso, anudadas a los apoyabrazos para que no se salieran de lugar. La mujer regresó con una taza de té y la invitó a sentarse en los sillones

Le hablaban como si fuera estúpida porque ninguno de los dos era lo suficientemente hombre para decirle que se estaba muriendo.

Sabía que eso no era cierto —eso de que se estaba muriendo—, pero a veces le gustaba fantasear con esa idea