antes que nada, voy a contarle la vida de la garrapata. La garrapata es un ácaro, un trocito con un solo propósito en la vida: perpetuar su especie. No hay nada menos egoísta, más generoso, más desprendido que la garrapata. Pero la garrapata tiene muchos problemas: no ve, no oye, no vuela, no salta, no corre, una bicoca. La garrapata no tiene muchas formas de conseguir comida; en verdad, tiene un solo recurso: se sube a un árbol o un arbusto –laboriosamente se sube a un árbol o un arbusto, horas y horas de escalada– y se sienta en una hoja y espera que pase por debajo un animal, idealmente una vaca. La garrapata espera días, semanas, meses, en su hoja que pase un animal o vaca. La garrapata siente que pasa un animal o vaca porque nota –es todo lo que nota– un cambio en la temperatura; entonces, cuando nota, la garrapata se deja caer con la esperanza de caer en la vaca. A menudo cae mal, en un costado; entonces la garrapata sube –laboriosamente sube, horas y horas– a un árbol o un arbusto y vuelve a esperar, días, semanas, meses, sin comida, sin más actividad, con algo parecido a la esperanza, con algo tan blando como la esperanza, que pase otro animal, y se deja caer. A menudo cae mal; si cae bien, si llega a caer en animal, si por fortuna en vaca, se agarra al animal o vaca y le chupa sangre dos, tres días: es su comida, la única comida de su vida. Entonces, ya saciada, la garrapata cae del animal, camina –laboriosamente camina– unos metros hasta que da con un lugar, pone miles de huevos y entonces, quién sabe satisfecha, ciertamente exhausta, la garrapata muere