Meto, que entre «Los blancos monasterios» y «Ojos negros» podía colarte sin que te dieras cuenta algo de Vivaldi, aún a riesgo de llevarse una bofetada o, al menos, de quedarse sin monedas tras pasar la gorra.
Entonces ella se levantó y dijo que tenía que marcharse. Él le cogió la maleta y echaron a andar. Antes de pasar por el control de pasaportes, ella se dio la vuelta y le dio un beso muy largo. Como si fuera la última vez, pensó él, y eso que nunca había habido una primera.