La tienda

Dice el Eclesiastés que no hay nada nuevo bajo el sol, y yo comparto esa opinión.

Los locos no tienen que preocuparse del futuro. Para los locos, el futuro cuenta muy poco en un orden de prioridades.

—El tiempo vuela.
—Una observación muy aguda.

—«Mira mi rey, todo vestido de verde … iko-iko un día … no es un hombre, es una máquina de amar…»

Lo que quiero decir con esto es que no te prestaría ni el sudor de mi sucio culo.

—Quizá ni siquiera es un libro, en realidad. Quizá ninguna de las cosas tan especiales que vendo es lo que parece ser. Tal vez son, en realidad, cosas grises con una única propiedad notable: la capacidad de adoptar la forma de aquellas otras cosas que pueblan los sueños de hombres y mujeres. —Hizo una pausa y luego añadió con aire pensativo—: Tal vez son sueños ellas mismas.

Supongo que parece una tontería y probablemente lo sea, pero en el cielo y en la tierra hay cosas más extrañas de las que algunos de nosotros soñamos incluso en nuestros momentos filosóficos más desbordantes.

Tal vez el amor hiciera girar el mundo, pero Polly estaba convencida de que eran los gritos y las lágrimas de los malheridos y de quienes sufrían penosos dolores lo que movía el universo en torno al gran poste de cristal de su eje.

«Aquí abajo llamamos a eso cosa de locos, muchacho», comentó una voz.
Era una voz que Alan conocía. Pertenecía a aquel hijo de puta de categoría, al conductor del Toronado negro. A George Stark.
«Aquí abajo llamamos a esta tienda Terminal —continuó la voz—, porque es el lugar donde terminan todos los productos y servicios.»

Dime, Hugh, ¿para qué, en nombre de todos los bichos que se arrastran bajo la tierra, iba yo a querer tu alma?