Dato importante, capital, más bien: en aquella época, empecé a escribir. Surgió de manera natural. Sin experiencia mística, esta vez. De hecho, ninguna circunstancia particular rodeó aquel acontecimiento tan notable. Una noche, después de cenar, cuando los niños ya dormían, me acerqué sigilosamente a la máquina Remington verde que había guardado durante años, aquella con la que redactaría los dos volúmenes de Segú. Empecé a teclear con un dedo; pero, esta vez, no se trataba de los acostumbrados artículos, entrevistas, columnas para Bush House. Más bien parecía que me hubieran asestado un golpe de lanza en el costado y que un río hirviendo me brotara de la herida, acarreando atropelladamente recuerdos, sueños, impresiones, sensaciones olvidadas. Cuando por fin me detuve, eran las tres de la madrugada. Releí mi texto con cierta aprensión. En ese relato informe, hablaba de mí, de mi madre, de mi padre, a quien apodé «el marabú mandingo». Se trataba de un primer esbozo de mi obra Heremakhonon, en la que trabajé durante años antes de conocer a Stanislas Adotevi (otro buen samaritano), que dirigía la colección «La voz de los otros» en la editorial 10/18.