Carbón animal

Al final sólo quedan los dientes. Permiten identificarte. El mejor consejo es conservar los dientes antes que la dignidad

La única cosa que J. G. ha acumulado en la vida es grasa. Su grasa es el reverso de todas sus pérdidas, amarguras y sufrimientos. Camina con dificultad. Está lleno de michelines. No llega a tocarse la espalda. Le silba el pecho cuando respira. Tiene la voz grave y lenta. Toda la piel de su cuerpo está cubierta de marcas oscuras y estrías.

Los años de palizas continuas le reblandecieron el cerebro. No sabe leer ni escribir bien. Sus palabras son breves como su sonrisa y deformes como su boca.

—Detrás de la puerta sólo hay dos palos secos, J. G.

Cuando alguien se equivoca en un trabajo como éste se convierte en un maldito, en un condenado.

Cuando el suelo está contaminado y los ríos infectados, la ciudad se convierte en un baldío. Para subsistir, los habitantes de Abalurdes se valen de la naturaleza muerta del carbón. Los hornos son como mujeres fecundadas que generan vida. La vida es el carbón, que también es muerte.

Te entiendo, Aparício. Lo mismo pensaba yo, pero ahora borro las huellas. Borro días, años, décadas de existencia. Eso es lo que hago

Le gustaría tener noticias de la hija del viejo y, por algún motivo que no alcanza a explicar, siente que no tardarán en llegar. Seguro que la perspectiva de una herencia suscitará su interés. La encontrará y cumplirá con su promesa, para que Palmiro pueda descansar en paz y ganarse así el respeto de los muertos

Tras varios meses de fisioterapia, empezó a usar un zapato ortopédico con una suela ocho centímetros más gruesa en el pie operado. Le hizo gracia que fueran ocho centímetros y que su padre descansara a ocho palmos bajo tierra.

Cuando murió su padre, cavó para él una fosa más profunda que el resto. Lo enterró un palmo más profundo que el resto, a cargo de todos sus años de incomprensión y estupidez. Su padre era un hombre rudo, severo con la familia y afable con los vecinos

La canguro, una chica de quince años, vecina de la familia, no quería que la niña se fuera con su tío sin el permiso de los padres. Intentó llamarles desde un teléfono público, pero no pudo contactar con ellos.

De matarife, con los cerdos. Nunca más perderé el cielo de vista.

Edgar Wilson da media vuelta y camina hacia el barracón, donde recogerá sus cuatro cosas y el dinero que ha podido juntar. No volverá a perder de vista el cielo.