Frente a la avalancha sin medida de todo lo que habría que leer, ¿no está nuestro pequeño teatro vocal, donde se desarrollan y se desbaratan los micropoderes de la lectura, condenado a explotar, a quedar pulverizado? ¿No hay algo tremendamente anacrónico en el hecho de querer pensar hoy la lectura, con su economía o su ecología globalizadas, a la escala microscópica de un reparto de las voces perteneciente a una época en que no existía otra cosa que algunos rollos de papiro que circulaban de mano en mano? Y sobre todo, ¿qué podría quedar en verdad de esa vieja vocalidad cuando mi lectura se torna cada vez más hipertextual, distante o maquínica, cuando cliqueo en enlaces que me llevan de texto en texto o cuando busco las apariciones de una palabra en una obra que se asemeja entonces más a una base de datos que a un libro encuadernado y paginado?