Transporte a la infancia

El mismo joven llamó a otro joven, y ese otro joven llamó a otra joven, se formó un grupo para saber en qué fila ponerme (adultos siendo estúpidos con las infancias, qué novedad).

Con el tiempo, esto que tanto critican en las revoluciones del género y los feminismos, para mí se volvió una forma de apapachar a las personas que quiero y están cerca. Limpiar puede ser relajante ante el estrés. Y a mí me gusta, desde entonces, ser ama (y dueña) de casa. Porque, como dijera Pita Amor: “Yo soy mi casa”.

Así que sí, las mujeres, todas las mujeres, parimos y damos vida… porque somos vida.

Y qué jodida estaba mi existencia que a pesar de la persecución conservadora, al menos no me sentí ya sola.

¿Hay alguna regla que indique el momento adecuado para escapar de la zona de batalla? No tenía idea, solo huí de esa casa que tanto me asfixió

Alas rotas pero entera en llamas vuelo al sol.

No imaginé que su vida acabaría sin que me viera ni siquiera de lejos en esta nueva apariencia visiblemente trans, que no notaría el cambio en mi sonrisa, el brillo en mis ojos, ni que no se daría cuenta de que mi seguridad y estima habían sanado siendo ahora Frida, su hija. La hija que, al fin, pudo habitarse por completo a sí misma.

Mi autoparirme fue entonces la locura propia de fugarme del mundo y hacerme uno propio. Pero por encima de todo, fue la locura de tener un cuerpo propio y autónomo. Porque “nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo”, apuntó Baruch Spinoza. Y el mundo nor(mal) menos determinaría sobre el mío.

La voz como potencia. La voz como el canto ensordecedor, mágico e imparable de una sirena. La voz como fuego. La voz silenciada que resistió sin morir y la voz que se resistió a morir. Esta es mi voz.

Su sola mirada era suficiente para sabernos regañadas e intimidadas. Y sus gritos lo complementaban.