Natalia recobró el ánimo, se levantó, se enjugó los ojos, encendió una vela, quemó en su llama la carta de Rudin y arrojó las pavesas por la ventana. Luego abrió al azar un libro de Pushkin y leyó los primeros versos que vieron sus ojos (a menudo ella intentaba adivinar así el destino), que decían así:
A quien sintió le inquieta
el fantasma de los días irrevocables...
Nunca más conoce el encanto
y le muerde la serpiente
del recuerdo y del remordimiento.