Cuando una mujer me gustaba, mi primer impulso era salir corriendo. Si me la encontraba, temía que cada movimiento y cada mirada revelaran mi secreto, me convertía en el ser más miserable del mundo y me abrumaba una vergüenza indescriptible, casi asfixiante. No recuerdo haber mirado a los ojos a ninguna mujer en mi vida, ni siquiera a mi madre.