Estas eran las leyendas que yo heredé y que lo impregnaban todo a mi alrededor. Richard Yates pasaba sus mañanas de resaca en un reservado del Airliner, comiendo huevos duros y poniendo canciones de Barbra Streisand en la máquina de discos. Uno de sus alumnos, Andre Dubus, se ofreció para prestarle a su mujer cuando Yates estaba en horas bajas. Más tarde, cuando la primera novela de Dubus pasó sin pena ni gloria, su profesor se lo llevó de copas, tal como yo me llevé a mi mejor amiga de copas cuando su primera novela pasó sin pena ni gloria. Fuimos al Deadwood, durante el tramo de la tarde conocido como «la hora rabiosa», que venía justo antes de «la hora feliz» y en el que las copas eran más baratas todavía. Intenté en vano encontrar algo que decirle y me pregunté si alguna vez lograría acabar una novela y cuánto me darían por ella.