¡Qué impertinencia hablar de un ironista que con tanta naturalidad, con un instinto tan seguro, había convertido en tema de su obra las calles y burdeles de Alejandría! Y hablar, además, no a un público de vendedores de tienda y pequeños empleados –a los que él había inmortalizado–, sino a una digna asamblea de señoras de la sociedad para quienes la cultura que el viejo poeta había representado era una especie de banco de sangre: ellas habían ido para una transfusión. Para eso muchas habían rechazado una partida de bridge, aunque supieran que en lugar de sentirse enaltecidas saldrían de allí estupefactas.