Silvia Soler

extraños, hechos inexplicables que se van agrandando y adornando con el tiempo

Así que lo decidí una mañana de cielo blanco, que parecía de raso, lleno de palomas y de pájaros diminutos cuyo nombre desconozco.

En el aeropuerto, mi hermana me dio un largo abrazo y me dijo al oído: «No tardes en volver, Griselda». Nunca me llama Griselda, siempre Gris. Sabe que odio mi nombre. No sé si lo hizo para dar solemnidad al momento o para provocarme y que no me olvidase de que, como buena hermana pequeña, siempre la llevaré conmigo, a punto para chincharme.

Eran —aún lo son— besuconas, divertidas, de lágrima fácil, pulidas y cotillas.

Mi hermana lo tiene claro: de pequeñas era muy difícil no sentir predilección por la rama materna.

Mamá se llama Flor y es hija del mexicano Arturo Azuera Valdés y de la catalana Rosa Amorós Coma.

el abuelo rememoraba para mí aquella historia que empezaba el mes de enero del año 1939, cuando cruzó la frontera de Francia cargado con un hatillo de ropa y una gran pesadumbre.

Me acordé del abuelo, cuando contaba que, al llegar a Veracruz el año 1939, le impactaron aquellas calles sin asfaltar. Los sitios nunca son como los hemos imaginado.

En la ferretería trabajaba Griselda Ávila, una chica bonita y discreta,

Su primer hijo llegó muy pronto, cuando llevaban diez meses de casados. Griselda quiso ponerle el nombre de su padre, Víctor.