David Leavitt

Se subió las mangas y descubrió dos delicados y pecosos antebrazos alarmantemente adornados de espirales y círculos rojo oscuro, manchas de sangre, como la ropa de camuflaje del ejército. Tenía sesenta y un años.

Todas las cosas que te preocupan, todas las cosas que te hacen sufrir, no son nada. Son humo. Lo sé. Y he venido para que lo sepas y no tengas que sufrir más. Vas a estar bien. Dejarás California y te irás hacia el este, tal como esperas. Y tendrás amor, Danny. Sé que ahora te cuesta creerlo, que no puedes concebir cómo alguien podría amarte. Pero alguien lo hará. Ya verás.

resultado era que estaba lleno de una rabia apenas contenida que afloraba en momentos inesperados, una rabia dirigida contra él mismo por no seguir sus propios instintos y convertirse en «alguna clase de artista»

Ella se ruborizó. Muy pocas cosas incomodaban a Lillian, una de ellas eran las alusiones de Nat a la homosexualidad de sus hijos. Nunca sabía qué decir.

En realidad, Danny pensaba que Lillian era una mujer agradable, aunque un tanto excesiva en sus entusiasmos, en su deseo de ser aprobada y tomada en serio

a amenaza del cáncer cerniéndose sobre ella, una amenaza que seguiría cerniéndose hasta ser reemplazada por algo peor o mejor, o al menos más definido; la realidad del cáncer que, como Louise sabía, llevaba consigo la seguridad de la definición, uno sabía contra qué estaba luchando. Sabía que, a largo plazo, ella había tenido suerte.

comentó Nat una vez sin que viniera a cuento.

cómo podría soportar ir en contra de una corriente tan fuerte como la de la convención solo por ceder a un deseo que significaba poner el mundo al revés

ino por el modo en que parecía resistirse a ciertas actividades –los deportes, mirar los partidos de fútbol por la televisión o trabajar en el jardín con su padre– para permanecer en la cocina con Louise, hablando mientras ella cocinaba, o sentado en su habitación recortando fotografías de paisajes de las revistas y pegándolas en un cuaderno que ya había llenado de una psicodelia de

Reconocía de su propia juventud esa mirada alocada, una mirada que significaba que sería capaz de hacer cualquier cosa por ese hombre