suelto un sollozo y Caz se petrifica.
—Oye. Espera. —Su mirada va directo a la mía, negro sobre café, con la preocupación bailando en su cara como la luz sobre el agua—. ¿Estás… llorando?
—No. —Sollozo de nuevo y echo la cabeza hacia atrás, parpadeando desesperadamente, con la mirada puesta en el cielo sin estrellas en el intento de desaparecer la humedad de mis ojos. Pero algo caliente corre por mi mejilla, trazando un camino hasta mi mentón.
Por un instante parece que Caz no sabe qué hacer, abre la boca y la vuelve a cerrar, pero luego estira una mano y me limpia la lágrima con un movimiento suave de su pulgar.
Yo bajo la cara y lo miro, porque la ternura de su gesto abrió algo dentro de mí. No recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí así, abierta, vulnerable, expuesta, y con tantas ganas de algo que mi corazón está trabajando a su máxima capacidad. Tampoco recuerdo la última vez que lloré así. No por rabia, humillación o frustración, sino por un dolor inidentificable pero muy profundo en mi pecho.
—Perdón —murmuro con la voz ronca y llena de emoción. Ahora que ya estoy llorando, parece que no puedo parar. Caz no dice nada, solo sigue limpiándome las lágrimas conforme caen—. No puedo creer que de verdad esté… Qué asco.
Y con esto, Caz se ríe, y su risa es un sonido suave que se disuelve en el aire entre nosotros.
—No es gracioso —le digo, aunque yo también me estoy riendo un poco, con las mejillas húmedas, la nariz llena de mocos y el sonido de mi risa como un golpeteo en mi garganta. En este momento soy, básicamente, la definición de un desastre emocional.
—Claro que no lo es. —Caz me limpia las mejillas de nuevo y, con suavidad, lleva su otra mano a la parte de atrás de mi cabeza, consolándome como si fuera una niña—. ¿Qué pasa? ¿En serio fue tan horrible estar en mi casa? —Lo dice con tono de broma, pero puedo ver la preocupación en su rostro.
—No, no, no —respondo de inmediato—. No, tu casa está muy bien… O sea, el guerrero de terracota es una decoración cuestionable…
—Lo eligió mi papá. Mi mamá y yo también lo odiamos. Nos la pasamos intentando deshacernos de esa cosa cuando él no está, pero siempre encuentra la manera de regresarlo a la casa.
—Y tu madre es muy agradable —le digo con la voz quebrada.
Enarca una ceja.
—Deberías haberla visto cuando metió la estatua en una bolsa para cadáveres.
Cuando dice esto se me escapa una carcajada, y luego sigo hablando.
—Todo estuvo muy bien, pero…
«Pero ese es
Ayy:((