Ana Romero

¿No dicen que los amores se diluyen en el olvido como los fantasmas en la lluvia? Ah, no, esas eran las lágrimas.

¿ADÓNDE se van las cosas que no se guardaron bien guardadas? ¿Dónde quedarán los recuerdos que no se recuerdan, los sueños que no alcanzaron a ser parte del despertar? ¿Qué será de la gente que una tarde abrazamos con fuerza frente a una cámara fotográfica, creyendo que serían nuestros amigos inseparables o amores para toda la vida, y de quienes después no nos queda ni el nombre? Todo va a dar al mismo sitio. Uno que nadie ha bautizado. Uno al que nadie quiere ir. Uno donde no hay mucho que buscar porque nada dejó huella.

No fue un nuevo comienzo. Fue un quitar la pausa a la conversación que habíamos dejado pendiente en alguna de esas otras posibilidades que se clausuraron cuando él se fue y que aquel día, como por arte de magia, volvieron a abrirse.

Las nubes son una cosa muy extraña. A mí que no me vengan con que el agua evaporada y la condensación y las arañas. Las nubes son otro mundo.

Las nubes son un mundo mejor.

sin que la gente pierda la vida o las extremidades en los trenes (porque en el país de las nubes no hacen falta), sin que las familias se descuajaringuen toditas (porque allá arriba sería imposible construir muros o tender líneas divisorias).

el verdadero hogar tiene mucho que ver con los afectos y poco con el suelo que se pisa

En aquel puerto libre de Freeport aprendí que el blanco y el negro no existen, que este mundo es de colores y que mientras más haya, pues mejor.

Solo personas.

Personas que van y vienen como ha sucedido desde que este mundo es mundo.

Gente que viene y va. Gente como ramas.

Y el mundo, un árbol.

Si uno se pone a seguir el hilo de las madejas que los inmigrantes dejan a su paso se podrían formar bosques enteros con árboles llenos de tupidas ramas.

Pero esto no es un bosque. Es apenas una ramita, la mía. Aunque hay millones y millones de otras ramas que todavía andan buscando un árbol al que pegarse, donde hacer nido, donde florecer.