En sintonía con la cosmovisión cristiana del mundo como un valle de lágrimas, los jardines se aíslan del exterior y quedan confinados en el recinto del claustro o en el patio del castillo. Los altos muros tanto incomunican como protegen de las tentaciones terrenales. Impiden al mismo tiempo que las injerencias del exterior perturben la paz monacal y evitan que el alma se distraiga de su tarea: la oración y la meditación. Este paradisus claustralis, como lo llamó Nicolás de Claraval, se define como un lugar de clausura voluntaria, de retiro y recogimiento. El muro protector que rodeaba el jardín marcaba la estricta separación entre la tierra cultivada y la naturaleza hostil, tosca, inhóspita y salvaje, y evocaba la imagen del Paraíso terrenal, del que fueron expulsados Adán y Eva. Como recinto cerrado y apartado del exterior, el hortus conclusus es sinónimo de protección y, consecuentemente, un símbolo de pureza y ausencia del pecado.